El defendido no es culpable.
Pero alguien en esta sala lo es. Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird). Dirección: Robert Mulligan. Basada en la
novela homónima de Harper Lee. EEUU, 1962. Guión: Horton Foote. Elenco: Gregory
Peck, Mary
Badham, Brock Peters, Phillip Alford, John Megna, Frank Overton, Rosemary
Murphy, Robert Duvall. Por Rosalía Baltar: Dra. En Letras (UNMdP).
Bildungsroman. Estados Unidos es un ámbito solícito para dar lugar
a las llamadas narrativas de iniciación. Puede ser John Steinbeck (The red pony, 1933) o el texto de culto
de J. D. Salinger, El guardián en el
centeno (The Catcher in the Rye, 1951);
más atrás, la clásica serie de Louis May Alcott o, por supuesto, Mark Twain;
más adelante, John Irving o Paul Auster. También incluiría en la serie ese
libro fundamental de Philip Roth, El
lamento de Portnoy (1969), que desplaza, justo es decirlo, algunas de las
características centrales de este subgénero pero en el que perviven otras,
como, precisamente, la iniciación. Y, en el centro, To Kill a Mockingbird, de 1960, de Harpey Lee. Una novela de
iniciación con todos los ingredientes del género, incluyendo el hecho de ser la
primera –y única- novela que escribiera su autora: un escenario autobiográfico,
unas vacaciones, la escuela, el hermano, los vecinos raros, la extrañeza de la
siesta y el calor, las noches de verano y sus leyendas locales en una Alabama
en la que el tiempo es de los niños.
Esta breve novela se convirtió en bestseller
rápidamente y su autora fue premio Pulitzer. La acción se centra en 1936,
cuando la autora contaba con diez años. Es
un texto lleno de localismos, con un inglés coloquial, en el que se mezclan los
sonidos de los cultos y los ingenuos, de los granjeros y los doctores y en el
que se ponen en primer plano las reflexiones de la narradora en torno a ciertos
tópicos muy norteamericanos: el asombro por tierras exóticas dentro del mismo
país, “venía de lugares donde había indios y republicanos”, la moral luterana,
el sectarismo religioso, la locura, las violaciones y los incestos, los pueblos
con sus personajes tipificados y la cuestión racial. En lo personal, me han llamado la atención las conclusiones de la
protagonista en torno al gasto que supone para el estado la educación de los
individuos y el sistema jurídico, no porque fueran comentarios poco visitados
en la tradición realista americana –el dinero, por ejemplo en Faulkner,
asociado con la religión y la moral, no es un dato infrecuente- sino por el
modo en que están inscriptos en la voz de una niña, muy madura tal vez, que
entiende su propia educación como la
inversión de todo un país y como un programa de formación pensado por un estado
benefactor, que no siempre acierta el camino. Sesgadamente, con ese poético
título y todo, se podría leer la novela como un tratado de buena administración
pública en el sentido social, económico y jurídico.
Harpey
Lee es una autora muy conocida en Estados Unidos y su libro es de lectura
obligatoria en los primeros años de escuela.
Incluso se la conoce por haber sido amiga personal de Truman Capote y la
compañera de ruta en el desarrollo de la investigación que Capote llevara a
cabo para escribir A sangre fría (1966). De hecho, uno de los personajes de Matar a un ruiseñor, Dill, parece estar
inspirado en un Capote imaginativo y niño creador, compañero de juegos de la
autora, y ésta aparece también en la película Capote, de 2005, caracterizada por la actriz Catherine Keener. Pero
lo que ha dado fama mundial al relato, a ella como autora y a la película a que
dio lugar es el personaje de Atticus encarnado por Gregory Peck en el film de Robert Mulligan
(1962).
Atticus. Tanto la película
como la novela han sido objeto de discusión en torno a la cuestión racial.
Vistas primero como espacios de avanzada en los que se ejercía la defensa de
los derechos de los afrodescendientes en Estados Unidos, progresivamente han
sido señaladas como narraciones que reproducen ciertos parámetros de
discriminación a partir de personajes que están asimilados o piensan como los
patrones, que tienen falsa conciencia de clase o racial –como sucede con la
cocinera negra – o por el curso de las cosas: un negro es acusado de un crimen
que no cometió, Atticus lo defiende con el alegato más famoso, y, a pesar de
todo, el acusado inocente finalmente muere. Es decir, no hay progreso sino, más
allá de las buenas intenciones, un final anunciado por las imposiciones
sociales. Sin embargo, no es la única lectura posible.
Aunque tal vez el personaje
más celebrado de Gregory Peck sea el Capitán Ahab, Atticus Finch ha sido el más
influyente, al punto tal de que en los últimos años de vida, esta celebridad
hollywoodense terminó por parecérsele con sus gestos de probidad, honestidad e
integridad pública. He leído en Wikipedia que desde que se filmó la película,
Peck recibió cientos de cartas de jóvenes y adultos en las que justificaban sus
decisiones de ser abogados por el impacto que el personaje había tenido en sus
vidas, en especial a raíz del alegato final en favor del acusado. Allí se
reproduce casi todo el pasaje del libro de Lee; de un exquisito equilibrio, la
voz de Peck se articula con silencios que hablan (ninguna cursilería como poner
música de fondo para conmover), que sacan a la luz lo ocultado, lo sabido: “El
defendido no es culpable. Pero alguien en esta sala lo es”, dice Finch, quien
no acusa a uno de los presentes en particular sino a la sociedad toda, que
consiente, avala y genera la desigualdad racial, de género y social. Cuántas
veces se han escuchado y leído y admirado palabras semejantes y, sin embargo, aquí
estamos ante una joya del cine porque es el tono de ese alegato, la atmósfera
que genera, el corte de las frases, lo que diferencia éstas de otras palabras,
éstas de tantas palabras.
Un
vuelo entre soportes. Los Pájaros (The Birds). Dirección: Alfred Hitchcock.
Basada en el relato homónimo de Daphne du Maurier. Estados Unidos, 1963. Guión:
Evan Hunter. Elenco: Tippi Hedren, Rod Taylor, Jessica Tandy, Suzanne Pleshette,
Veronica Cartwright, Ethel Griffies, Charles McGraw,
Doreen Lang, Ruth McDevitt, Joe Mantell. Por Osvaldo Beker, Profesor y Licenciado en Letras
(UBA), Profesor y Licenciado en Comunicación (UBA).
Los Pájaros representa un texto derivado de distintas vertientes
aunque la principal sea el relato breve de du Maurier. A ese texto fuente se
debe agregar otra condición de producción. En efecto, Hitchcock cuenta que
quedó cautivado cuando un día leyó en un periódico que una ola de pájaros había
atacado la costa de Santa Cruz, en California, sitio que él mismo había elegido
como lugar de descanso, y que había causado destrozos en ventanas, luces y
coches. Estos elementos constituyen los pilares para la existencia de la
producción cinematográfica.
De
Los Pájaros, de Hitchcock, escojo una
escena, ya hacia la mitad de la película. Melanie va a la escuela para buscar a
Cathy, la niña Brenner, tarea solicitada por Lydia, su madre. Melanie acepta el
pedido y va al lugar. Entra al aula e interrumpe la clase. La maestra, la
señorita Hayworth, la antigua novia de Mitch, le dice que espere el final del curso
y que vaya a sentarse a un banco delante del edificio. Melanie le hace caso.
Cuando se dirige allí, se enciende un cigarrillo. Lo que no sabe Melanie (y sí
es algo de lo que el espectador se percata, por lo que pasa a convertirse en el
“tercero aparente” del que habla Deleuze) es que, por detrás de ella, a unos
quince metros de distancia, se van congregando, uno a uno, como si fuera por
turnos, unos cincuenta o sesenta cuervos, que se posan en uno de esos grandes
juegos metálicos de niños, típicos de una plaza.
El espectador lo advierte
puesto que la cámara toma los dos planos, el de Melanie y el de los cuervos, en
forma alternada. Cuando Melanie se da cuenta, el conjunto reunido de los
pájaros negros la toma de sorpresa (el espectador presencia toda esta
situación). A partir de ese punto se desencadena uno de los ataques en la
película. En definitiva, hay suspense
en la película de Hitchcock pero no en el relato de du Maurier. La diferencia
ya no se cristaliza al nivel de la historia, al nivel textual, sino que en este
punto la instancia del autor entra a jugar un rol preponderante en el proceso
del pasaje de soportes significantes. El cineasta se apropia del material de
marras y luego hace uso de su propio modus
operandi para cincelar la
historia a su gusto. En este caso, ¿cómo no apelará a la estrategia del suspense para algún fragmento de Los Pájaros? La terceridad de la que
hablaba Deleuze se solidariza con esta imagen mental que se suscita en la
película: los pájaros vistos como un símbolo, como una imagen que está
invertida en la relación del hombre con la Naturaleza. La imagen mental se hace
presente aquí, como suele suceder en Hitchcock, también en la relación entre
Melanie, los pájaros y el público que ve esa relación.
Para
hacer referencia al cine, en oportunidades, se emplea el término de audiovisual, el sonido y la imagen que,
juntos, conforman el espectáculo representado. Juntos construyen un film;
juntos construyen la historia. Ahora bien, ¿qué sucede en el momento en que
estos dos elementos no son solidarios? Muchas veces puede decirse que alguna
película es “una partitura” si, entre otros rasgos, combina de manera hábil los
dos elementos. Hitchcock transgredió esta regla básica de modo recurrente. La
imagen va por un camino y el sonido va por otro camino. ¿Cómo es esto? Vayamos
al caso en Los Pájaros. Hay una
escena post-ataque en que se ve a los Brenner en su casa en Bodega Bay, más
Melanie, más un oficial de la policía local. Están en el salón principal de la
casa, un living-comedor de estilo recatado, sobrio y ordenadísimo. El cuarto,
luego del ataque, tiene artículos destrozados por doquier, y todo está
revuelto. A su vez, hay cadáveres de gorriones por todo el lugar. Los cinco
personajes se muestran azorados, preocupados. El ataque había sido, es claro,
perpetrado por decenas y decenas de gorriones. El policía se revela medio
ingenuo en un par de ocasiones cuando asevera que se trata de gorriones (cosa
obvia) y cuando pregunta cuántos años cumplió Cathy (antes se le había dicho
que hubo otro ataque de pájaros durante el cumpleaños de la niña el día
anterior): tanto la conclusión como la pregunta resultan del todo
impertinentes, desubicadas. Luego se le informa que las gallinas de la familia
se muestran raras porque se niegan a comer del alimento que se les sirve. El
policía se extraña por lo ocurrido durante la fiesta de Cathy y pregunta si los
niños habían estado molestando a los pájaros, a lo que Lydia replica, enérgica,
diciendo que los niños estaban jugando entre ellos. En fin, el diálogo, que se
desarrolla entre el agente y Mitch va desviándose de un tema a otro; todo su
contenido se refiere al comportamiento de los pájaros. No obstante, lo que
muestran las imágenes es una cosa muy otra. En la totalidad de la secuencia se
adopta el punto de vista de Melanie a quien se ve mirando todos los movimientos
y gestualidades de Lydia. La está estudiando, la escruta: Melanie ve cómo Lydia
recoge los trozos de cerámica de algunas tazas y cómo, en un momento, se asusta
porque se cae un gorrión muerto de lo alto de un cuadro que estaba volviendo a
poner en equilibrio. El cuadro es un retrato del difunto esposo de la mujer.
Lydia se sobresalta (he aquí, nuevamente, la tríada deleuziana) y, por
consiguiente, Melanie se sobresalta y, por consiguiente, el espectador se
sobresalta. Las imágenes son reveladoras –se aprecia el escrutamiento efectuado
por Melanie; las palabras proferidas van por otro lugar. Se habla una cosa pero
se muestra otra cosa. Hitchcock resemantiza así el texto de du Maurier pues le agrega
otro toque de su cosmovisión. Y este “toque” constituye un modo contrastivo más
en la consideración de esta operación transpositiva.
Sigue girando: una nueva adaptación de las Alicias
carrollianas. Malicia en el país de las maravillas (Malice in Wonderland).
Dirección: Simon Fellows. Basada en la novela Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. Reino Unido, 2009. Guión: Jayson Rothwell. Elenco: Maggie Grace, Danny
Dyer, Nathaniel Parker, Matt King, Bronagh Gallagher, Paul Kaye, Anthony Higgins,
Garrick Hagon, Katia Winter, Steve Haze, Gary Beadle, Amanda Boxer, Amanda
Boxer, Alan McKenna. Por Joaquín Correa:
Estudiante de Letras (UNMdP).
El regreso
Alicia,
por una vez, ha vuelto a Inglaterra. Tal vez ése sea el mayor mérito de Malice in Wonderland: traer de regreso a
la niñita perdida en pleno siglo veintiuno, sumergirla en planos abruptos,
escenas como videoclips, en la saturación del color y en los juegos de
palabras.
Alicia,
como Lola, corre. No se entiende muy bien por qué, pero ella corre. Vamos
comprendiendo, a la par de ella, que la persiguen. Alicia Dodgson le anuncia al
padre que ha encontrado la verdad, que para eso ella viajó con él a Londres,
para buscar a su madre biológica. El magnate estadounidense, su padre Louis
Dodgson, ahora, desea su cabeza. Alicia corre, hasta el paragolpes de un taxi y
el asfalto de una calle mal iluminada. Blanquito, la reencarnación no ya del
Conejo Blanco si no de su preocupación por el tiempo, la levanta y le
recomienda tome pastillas para recuperar su cabeza. El simpático tachero va en
busca de un regalo para el capo mafia que ha salido de la cárcel. A partir de
ahí, todo es un circo.
Re-escritura
El
film propone releer a Alicia en el país
de las maravillas y Alicia a través
del espejo a través de los cristales de Snatch,
cerdos y diamantes, en los cortes de Requiem
for a dream, en los mundos burtonianos ya algo demodé. Los relojes
omnipresentes, la angustia de su sonido que pesa sobre los hombres, el
cuestionamiento de la identidad de la protagonista, los personajes
reencarnados, un juicio para sentenciar cabezas, una merienda inacabable, un
gato un tanto drogado: así, el texto de Carroll pasó por una moulinex y entró
de lleno en una sinfonía pop matizada por el extraño humor inglés y lo gris de
sus ciudades.
En
realidad, lo que se está rescribiendo no es el texto mismo de Lewis Carroll
sino aquel otro que la profusión de versiones fílmicas ha confundido en nuestra
cabeza. En las adaptaciones al cine se suelen unir las dos partes, mezclando
personajes y situaciones, confundiendo los planos y las causalidades
originales. Con ese otro relato trabaja Malice
in wonderland para construir su propia versión, intentando alejarse de lo
ya rodado, tal vez más cercana al espíritu insular de Carroll.
Una pregunta
El
sumergimiento del texto original en la estructura profunda de Malice in wonderland nos deja una
pregunta fundamental para la relación del cine y la literatura: ¿cuál es el
estatuto de la presencia de los fragmentos del texto en un film? Citas, alusiones,
interpretaciones, referencias, lectura, presensación, puesta en acto: en la
intersección de los sentidos de esas estrategias y procedimientos, creo,
podemos resolver la pregunta.
Los rayos de una bici
Si
uniéramos la gran cantidad de adaptaciones al cine que se han hecho hasta la
fecha de Alicia y su secuela y las
redujéramos a sus elementos comunes llegaríamos a dibujar los rayos de la rueda
de una bici: un núcleo firme que reúne en sí la esencia del relato. Una especie
de bildungsroman extraño, político y alegórico de una bondadosa pero algo
perdida niñita, a caballo entre dejarse ahogar en el absurdo o persistir
buscando (construyendo) su identidad. Un núcleo que sabe que el nombre propio,
el tiempo y la memoria son los parámetros no sólo de la “realidad” sino
también, y sobre todo, de la propia configuración personal. Alicia en el país de las maravillas es
la historia de una chica que se aleja un tanto de su casa y de las confortantes
seguridades que allí tenía para perderse en otro mundo. Mundo que, como nunca
antes, le pone un espejo delante suyo para que al fin se detenga y se mire, se
pregunte por su nombre, su identidad, su hogar. Sobre quién es, por encima del
presente absoluto (quién está siendo) y a través de ese tiempo que ha construido
y olvidado su memoria.
Amor
y odio en la guerra civil española. El
lápiz del carpintero. Dirección: Antón Reixa. Basada en la novela homónima
de Manuel Rivas. España, 2003. Guión: Antón Reixa y Xosé Morais. Elenco: Luis
Tosar, María Adánez, Nancho Novo, María Pujalte, Manuel Manquiña, Anne
Igartiburu, Maxo Barjas, Carlos Sobera, Sergio Pazos, Monti Castiñeiras, Miguel
de Lira, Gonzalo Uriarte. Por Estefanía Di Meglio: Licenciada en Letras
(Universidad Nacional de Mar del Plata).
Cuando
ciertos discursos sociales se muestran impotentes para dar respuesta a los
traumas históricos, a menudo el arte emerge como una de las formas de
reparación. Así ha sucedido en España a propósito de la guerra civil, prólogo
de un largo régimen autoritario que por años condenó al silencio e impidió la
denuncia. Como para hacer frente a esta situación, las manifestaciones
artísticas van en pos de recuperar ese pasado como forma de resistencia a él y
al olvido en el presente. El lápiz del
carpintero, película dirigida por Antón Reixa y basada en la novela
homónima de Manuel Rivas, constituye tan sólo uno de los ejemplos que responden
a esta voluntad del arte definida en los términos de la recuperación y del
entramado de la memoria. La historia vivida por un médico republicano, Daniel
Da Barca, y Marisa Mallo, hija de un simpatizante de la falange, permite
reconstruir esas pequeñas existencias en el marco mayor de la guerra que
fracturó a España por el año ‘36. Poco antes del golpe de estado, al ser
apresado, Daniel está custodiado por el guardia cárcel Herbal, el personaje
que, desde una mezcla extraña de amor y odio, reconstruirá la hazaña de esta
pareja que decide enfrentar el horror. El film comienza en un tiempo que se
sitúa promediando la década de los noventa, presente desde el cual el antiguo
guardia cárcel rememora la historia. El lápiz de carpintero que nunca lo
abandona funciona como metáfora y a la vez pretexto de ella. Simboliza, por un
lado, la importancia de lo minúsculo, lo pequeño, como cifra de historias que portan
valor y que por esa razón deben rescatarse. Algo así como la recuperación de
las microhistorias atravesadas por una historia a nivel macro, al tiempo que,
en una relación dialéctica, se busca rearmar, releer, reconstruir, la gran
historia a partir de lo mínimo. Por otro lado, el lápiz es el desencadenante
del relato, y es en este sentido que funciona a modo de pretexto, en cuanto que
al caérsele de su oreja, Herbal propone a María de Visitaçao, prostituta del
club en el que él trabaja como sereno, contarle los sucesos encarnados en ese
pequeño objeto. El lápiz, entonces, escribirá una historia signada por
pasiones, comenzando por la que une a Daniel y a Marisa. El relato se emprende
desde un lugar marginal en tanto que el ex oficial del régimen es sólo testigo
de una vivencia en la que los protagonistas apenas saben de su existencia. El
sitio alternativo de la enunciación se corresponde con este relato de lo mínimo
y lo secundario. La apelación reiterada a primerísimos planos y a planos
subjetivos muestra el lugar desde el que se efectúa la focalización,
perteneciente a este guardia durante la guerra civil. Desde antes de ser privado de su libertad, el médico
republicano es seguido de cerca por aquél. Una vez en prisión, toma contacto
con otros adeptos a la República, con quienes establece, aunque mínimas, formas
de resistencia ante las circunstancias que los asedian. A esto responden las
diferentes maneras en que el arte toma lugar entre los presos: uno recita
leyendas pertenecientes al acervo popular galaico y en medio de su relato
espeta críticas a la situación que asfixia la nación; otro pinta el famoso
Pórtico de la Gloria en el que cada figura representa una forma de lucha por
sus ideales, mientras que todos juntos, ya en la cárcel de Coruña, constituirán
una orquesta que entonará estribillos de crítica y denuncia. Los fusilamientos
clandestinos, perpetrados en la oscuridad de la medianoche, forman parte de la
aciaga rutina que asecha a los presos. Mientras tanto, Marisa sufre en la
desolación de su hogar al tiempo que pergeña planes para logar la libertad de
su amado. Su padre no deja de contrariarla en cuanto a sus deseos e
iniciativas, a lo que se suma el asedio de un pretendiente militar. Cuando
Daniel sea trasladado a la cárcel de Coruña, Herbal pedirá sin vacilación su
propio traslado, movido por esa rara admiración que llega a caer en la envidia
hacia el preso. Para ello se excusa con la justificación de que urge que
acompañe a su hermana, quien vive allí y es golpeada por su marido, también militar
reclutado en la falange. Una vez en Coruña, Daniel se desempeñará en rol de
médico de la enfermería penitenciaria, conociendo a una monja ayudante del
doctor principal, la que se verá cautivada por el carisma de Da Baraca. Lo
cierto es que la personalidad del médico republicano logra conquistar el afecto
de todos cuantos conoce, haciendo vacilar aún los sentimientos de una monja.
Aunque una vez al borde de la muerte, Daniel se salva en tres oportunidades del
destino final del fusilamiento. Luego de altibajos, Marisa y Daniel, quien
todavía no logra la libertad, decidirán contraer matrimonio por poderes. Cuando
más tarde él sea trasladado nuevamente, ahora a la cárcel de San Simón, la
pareja tendrá su noche de bodas, con la complicidad de Herbal y el sargento que
los acompaña durante el viaje. El resto de la historia del doctor la conocemos
por boca de Herbal, quien, envuelto en el carácter circular de la película,
termina al anochecer de contar su relato a la prostituta del club en el que
ambos trabajan.
Se
trata, en fin, del victimario que en algún momento ostentó el lugar de poder y
que ahora narra la historia de quien fuera su víctima. El relato de las
vivencias de un republicano por parte de un hombre del régimen que lo persiguió
se convierte en gesto que permite repensar el binomio vencedores-vencidos, en
una historia que todavía está a la espera, si es posible hablar en tales
términos, de alguna reparación en el campo de la justicia.
Si
la novela de Rivas abunda en recursos y estrategias discursivas que abrevan en
un intenso lirismo y que le imprimen un gesto altamente poético a la
enunciación, el texto fílmico no deja de crear una atmósfera que destila
poesía. El literario, como respondiendo a una marca registrada del autor,
muestra un plano enunciativo que se teje de recursos tales como una nutrida
adjetivación, comparaciones de profundo sesgo lírico, personificaciones,
metáforas, descripciones de la naturaleza, así como procedimientos como la
intercalación de poemas o letras de canciones que aportan ese carácter poético
y que le imprimen un ritmo particular a la narración. La película, como en un
gesto de desafío hacia la imposibilidad de traducir el estilo de un texto
literario, recrea un efecto poético que se logra merced al uso de simbolismos,
a la belleza de determinados espacios, a los planos generales de paisajes que
funcionan al modo de las descripciones literarias, a los sonidos de la
naturaleza, como el tenue murmullo del mar o el canto de los pájaros, a la
música y a ciertos recursos técnicos que recrean esta atmósfera lírica presente
en la novela. En cuanto a los lugares físicos, la fotografía desempeña un papel
de vital importancia en el afán de generar el lirismo tan afín a una historia
de amor y de resistencia que sin lugar a dudas también merece la calificación
de poética. Cargada de profundo e intenso lirismo, esta historia, en la que
entran en juego los sentimientos y lo subjetivo, lo privado y lo cotidiano, se
enlaza con la historia de todo un pueblo y al mismo tiempo está signada por ella:
conforma tan sólo un ejemplo de los miles de existencias que tienen lugar en la
gran historia.
El fin de la leyenda. Lancelot del lago (Lancelot du Lac). Dirección: Robert
Bresson. Basado en La muerte del rey
Arturo, de Thomas Malory. Francia, 1974. Guión: Robert Bresson. Elenco: Luc
Simon, Laura Duke Condominas, Humbert Balsan, Charles Balsan, Vladimir
Antolek-Oresek, Patrick Bernard, Arthur De Montalembert,
Christian
Schlumberger, Joseph-Patrick Le Quidre, Jean-Paul Leperlier, Marie-Louise Buffet, Marie-Gabrielle Cartron,
Antoine Rabaud, Jean-Marie Becar, Guy de Bernis. Por Luis Ángel Gonzo: estudiante de Letras
(Universidad de Buenos Aires).
En el exacto punto medio del plano, el puño de una
espada que está apoyada contra el suelo. Descansan en él dos manos. Vemos un
fragmento del torso al que pertenecen. Esta imagen dura apenas un segundo. Las
manos levantan de golpe la espada, que choca contra otra, tan sorpresiva esta
como abrupta la primera. El plano se eleva con las espadas y sigue de cerca sus
movimientos. Los rostros (los yelmos) no aparecen. Una batalla cuerpo a cuerpo
entre dos caballeros, proyectados en partes: brazos, torso, espada. No hay
música. El sonido es el de los movimientos de los contrincantes (de sus
armaduras) y los golpes de sus espadas; metal y silencio. Golpe, corte y
montaje mediante, una espada cae a tierra, una tierra seca apenas despeinada
por jirones de pasto que son como de paja. La otra espada, empuñada, se apoya
en el suelo. Se le notan algunas vetas de óxido, algunas manchas de vaya uno a
saber qué. Toma envión, lentamente, escuchamos el quejido del esfuerzo que
demanda el peso (el peso de una espada de
verdad, ¿el peso de la historia?), el filo se eleva y ahí sí: vemos el
primer yelmo de la película saltar sobre su torso y caer como cae una pelota
pinchada o rellena de arena que, arrojada hacia arriba, se eleva solo unos
centímetros de su punto de partida. El torso se desploma, primero de rodillas y
enseguida recostado. Escuchamos el sonido del líquido que brota y fluye. La
sangre sale como si fuese un sifón de soda relleno de salsa de tomate. Ahí
nomás escuchamos cabalgata y vemos patas de caballos pasar al trote. Ahora
vemos dos caballeros, ambos de espaldas, uno que avanza sobre el otro. El que
tiene la delantera se da vuelta, va a sacar la espada pero no llega: vemos su
armadura atravesada por una espada a la altura del abdomen. Cae de rodillas.
Por último, vemos un caballero que impacta con su espada en el yelmo de otro,
que estaba en el suelo, casi sentado, uno supone que levantándose, y que con
semejante bienvenida de su siesta campal retoma su posición horizontal. Lo hace
despacio, sin estrépito ni vértigo: se recuesta, encerrado en la armadura que
cruje como chatarra, con el ruido que hacen las latas de gaseosa al ser
aplastadas, secundado por el chorro de sangre que cubre el yelmo. Siguen a esto
unos caballeros que se alejan al trote; la contemplación, por su parte, de un par
de esqueletos colgados de un árbol; el paso por una parte del bosque incendiada
junto con los cuerpos que allí estaban; un poco más de cabalgata, esta vez en
dirección a la cámara; el barrido de objetos con la espada que uno supone
profanadora de un lugar tal vez sacro (hay velas y objetos por el estilo); una
última cabalgata hacia nosotros y la pérdida de los caballeros en dirección al
bosque. Así, más o menos, son los primeros planos de la primera escena de Lancelot du Lac (Bresson: 1974).
Tal como sucede en otros films de Bresson, los
cuerpos de los protagonistas aparecen descompuestos, y el universo de la
diégesis, en cierta forma, se presenta con cierto desencanto. De los cuerpos
vemos fragmentos. Los planos que los ponen en juego se entrelazan por la unión
de manos o pasos que van de un personaje a otro, a veces a partir de objetos.
Se muestran, sobre todo, extremidades (pies, brazos) y armas (espadas, lanzas).
Fuera de campo permanece todo lo que en la industria hace al género épico: el
cuerpo a cuerpo de las batallas; los gestos de los héroes; las avanzadas
envalentonadas al grito de que arda lo que venga. Fuera de la película quedan
otros lugares comunes, sospechosos, como la agilidad liviana de las espadas, su
brillo astral, el físico-culturismo de los guerreros –hecho a base de poleas
rutinarias y calculadas dosis de hidratos de carbono más que de los elementos
que rodeaban una vida hace quinientos años.
Así, la forma en que Bresson representa a los
caballeros del rey Arturo pone en juego una estética visual que dota a las
imágenes de cada plano de cierta autonomía, que desautomatiza la percepción de
los personajes, etcétera. Pero a esta forma visual la complementa y completa la
forma sonora. Eventual, despojado, reducido a algunas pocas variantes: las
voces de los caballeros, cuyos diálogos son tan lacónicos como sugerentes, por
todo lo que dejan entrever y no dicen; el sonido casi paródico de las
armaduras, cuyos movimientos más minúsculos cobran relieve en la banda sonora;
el trote o galope de los caballos; cierta percusión de ambientación bélica; y
en los torneos, una gaita imperdonable. Este aire o atmósfera entre moroso y
enrarecido, que se sostiene a lo largo del film contra todo crescendo
dramático, entrama la conocida leyenda en la que el film se inspira: allí están
el rey Arturo, algunos de sus caballeros, Ginebra, Lancelot. Así se narran las
intrigas de los dos últimos en el marco del desmembramiento general del grupo.
Bresson, siguiendo el texto de Malory, narra desde cierta idea de final, de
último capítulo, de clausura de la leyenda. Los caballeros han vuelto sin éxito
de la búsqueda del Grial, el espacio en el que se reunían ha sido clausurado, y
las aventuras que los esperan ya no son en busca de un tesoro o aventura común
sino movidas por el recelo entre pares, la traición o el malentendido liso y
llano. Este ambiente de fin de época, de alguna manera, podría emparentarse con
el contexto de estreno de la película, ya que si bien Bresson planeó durante
años la película, el momento de su realización, cristalizado históricamente,
puede referirse como un momento post-68. Las características comunes están a la
vista: conciencia colectiva que se desintegra al tiempo que se dispersan
personas e ideas que la sostenían; clausura de ideales que guíen las acciones,
que han fallado; crisis de representatividad de los líderes, etc. Varios de los
parlamentos de los personajes podrían, en este sentido, extrapolarse del tiempo
de la diégesis hacia el tiempo de la película en tanto producto cultural en su
tiempo, y atravesar tiempo y espacio sin caer en el anacronismo. La más notable
sería una de las frases que pronuncia Lancelot: “Ansío lo imposible”. De esta
manera, el carácter despojado, si no desencantado de la poética de la película,
da cuenta del pesimismo que era víspera del fin de dos leyendas y aventuras, o
epílogo de algunos ideales de la épocas: la de Arturo, por supuesto; pero
también la del propio Bresson, a su modo ciertamente legendaria.En cuanto a su repercusión, tanto crítica como mediática o aficionada, no dejan de ser ciertas algunas percepciones de alguna manera contrapuestas. El problema, como siempre, es de ubicación, es decir de perspectiva y enfoque. Hay quienes ven en la película un súmmum de la estética del director y la marcan como obra maestra. Y están también quienes acusan a la película de presentar actuaciones y diálogos acartonados, faltos de espíritu o dramatismo, etc. La idea del retrato del fin de una época, sumada a la deliberada elección de actores amateurs, por parte de Bresson, confirma esa impresión. Sin embargo, tal vez tal cosa no sea un error (un error en nombre de qué, habría que preguntarse: ¿del entretenimiento? Y en caso afirmativo seguir: ¿qué tipo de entretenimiento? Esto llevaría más espacio del que permiten todas las reseñas que vaya a hacer en mi vida); más bien puede tratarse de una elección. Lo de Bresson, así, podría verse como un intento de despojamiento y hasta de fidelidad. Los diálogos lacónicos o formulaicos y la actitud ceremonial bien pueden entenderse como formas de la interacción en la época, apreciable en textos diversos; sería, por parte de Bresson, un encimado de horizontes culturales: con los medios y tecnologías del siglo XX, intentar recrear o dar una idea de cierta atmósfera y forma perceptiva de tiempos legendarios. Así, que las escenas rituales de la caballería medieval no concuerden con la temporalidad cinematográfica contemporánea (extensible a la vida misma, creo, descubriendo la ballesta en los tiempos de la pólvora), es algo que cae de maduro. Entonces, ¿cabe objetarlo? ¿por qué pedirle ritmo hollywoodense a un mundo sin electricidad? El acartonamiento, la falta de dramatismo, el laconismo, pueden entenderse como acercamiento y tentativa al material de base, que en este caso concuerda, notablemente, con la poética del director.
La imposibilidad del corte. Portero de noche (Il portiere di notte). Dirección: Liliana Cavani. Italia, 1974. Guión: Liliana Cavan,
Italo Moscati. Elenco: Dirk Bogarde, Charlotte Rampling, Philippe Leroy,
Gabriele Ferzetti, Piero Vidal, Nora Ricci, Isa Miranda, Giuseppe Addobbati,
Nino Bignamini, Marino Masé, Amedeo Amodio, Geoffrey Copleston, Manfred
Freyberger, Ugo Cardea, Hilda Gunther. Por Gustavo Lespada: Docente,
investigador (Universidad de Buenos Aires).
Este polémico film indaga en los sentimientos bajo un
régimen de extrema excepción como fue Auschwitz. Al verlo, experimentamos esa
imposibilidad, de la que habla Primo Levi, respecto de aplicarle a las
conductas del Lager las leyes morales
de los hombres libres. Toda situación límite suele colocar los instintos de
supervivencia por encima de los principios éticos, de solidaridad o respeto por
el prójimo, por eso mismo es que no podemos, desde el resguardo de nuestra
retrospectiva, juzgar al que fuera sometido por una maquinaria concebida para
eliminar todo rasgo de humanidad de sus víctimas, y cuya degradación fue el
precio que tuvo que pagar para sobrevivir.
Pero lo siniestro aquí es la continuidad, la
imposibilidad del corte aún después de que las condiciones históricas y
sociales se han modificado. Primo Levi contaba como seguía despertándose con la
diana muchos años después de su liberación. Años después de finalizada la guerra
(1957), en un hotel de Viena una mujer judía
(Charlotte Rampling) se encuentra con el oficial nazi (Dirk Bogarde) que
la sometiera y convirtiera en su fetiche sexual dentro del campo. Lejos de denunciarlo, abandona a su esposo y su vida actual
para continuar aquella relación que había surgido en circunstancias abusivas y
perversas. Sin embargo, el reencuentro feroz de apasionamiento y erotismo se
impone más allá del crimen y los parámetros éticos: víctima y victimario
intercambian sus roles en la bisagra del dolor y del deseo. La pulsión se
impone, la pregunta se impone: ¿podemos liberarnos alguna vez de las fijaciones
del pasado?
Bataille decía que el erotismo conmociona el orden que
expresa una realidad parsimoniosa y cerrada. Por ese camino Deleuze y Guattari
fueron más lejos al afirmar que toda posición de deseo pone en cuestión el
orden establecido de una sociedad. El deseo es perturbador –afirman– porque es en su esencia revolucionario y
ninguna sociedad puede soportar una posición de deseo verdadero sin que sus
mecanismos de acumulación, avasallamiento y jerarquías no se vean
comprometidas. Como si a la pulsión libidinal le fuera inherente una violencia
transgresora.
Lo que queda fuera de dudas es que la pasión también es
una situación extrema que puede arrasar con las convenciones sociales. Algo
inefable se instala y trasciende la desviación, lo enfermizo. Lejos del juicio
o la condena, puede percibirse en las miradas e impulsos de los protagonistas
que actúan admirablemente este relato, el triunfo del amor entre un hombre y
una mujer –incluso a pesar de ellos mismos– en la más adversa de las
condiciones que se pueda imaginar, brotando en los intersticios de la página
más horrenda de la Historia. Triunfo precario, si se quiere, ya que el futuro
de ambos se encuentra condicionado por las proyecciones del tortuoso pasado.
Por supuesto que también puede recaer en nosotros la pregunta invertida:
¿cuánto de adicción hay en nuestras relaciones amorosas?
Una
utopía pacifista. Horizontes perdidos (Lost Horizon). Dirección: Frank Capra. Basada en la novela
homónima de James Hilton. Estados Unidos,
1937. Guión: Robert Riskin y Sidney Buchman. Elenco:
Ronald
Colman, Jane Wyatt, John Howard, Edward Everett Horton, Thomas Mitchell, Isabel
Jewell, H.B. Warner, Sam Jeffe. Por Lisa María Mena: Estudiante de Licenciatura en
Letras, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo.
Desde
el siglo XVII, Occidente, y en especial el mundo anglosajón, ha mantenido una
intensa relación con el Tíbet. Esta región asiática le ha despertado una
llamativa fascinación que aún pervive en el siglo XXI, estimulada por las
intensas transformaciones políticas sufridas en la centuria anterior.
En
1933 James Hilton publica Horizontes
Perdidos, una novela decisiva en la construcción de la imagen occidental
del Tíbet. La obra no solo lo presenta como el lugar ideal para escapar de las
crecientes agitaciones de la civilización moderna, sino como depositario de una
sabiduría espiritual que protegerá al mundo.
Cuatro
años luego de la publicación del libro, Frank Capra (Sucedió una noche, ¡Qué bello es vivir!) lo lleva al cine en una
exquisita película. En ella, se narran las aventuras de cinco viajeros (cuatro
en la novela) en el recóndito valle de Shangri-La, ubicado en el Tíbet. Entre
ellos se destaca el diplomático inglés Robert Conway, falto de ambiciones y
apasionado por la paz y la soledad.
Los
personajes arriban a la región luego de que el avión en que viajaban, cuyo
destino era Pakistan, fuera secuestrado por un piloto desconocido y luego
estrellado en las cumbres tibetanas. Pronto son rescatados y llevados a
Shangri-La, un territorio paradisíaco en el que se goza de todas las
comodidades.
Si
bien el resto de los viajeros manifiestan su deseo de regresar a la
“civilización”, Conway, quien nunca experimentó apego por el estilo de vida
occidental, siente una inmediata satisfacción por el lugar. En el valle reina
la amabilidad y la moderación y como no existe la escasez, no se conocen ni la
envidia ni la avaricia y tampoco se cometen delitos.
El
creciente afecto de Conway por el valle llega a su fase culminante luego de una
entrevista con el Gran Lama. Este le revela una inquietante profecía: Las
naciones acrecentarán sus bajas pasiones y sus deseos de destrucción, lo que
generará una gran catástrofe sobre el mundo. Todo será arrasado y reinará el
caos. Pero esta terrible tiniebla que cubrirá la tierra no llegará a
Shangri-La, al encontrarse oculta en las montañas más altas del mundo. Por
ello, la ciudad se alzará como refugio de los tesoros culturales de Oriente y
Occidente.
Esta
revelación, escena central de la película, cobra un valor agregado cuando se
considera que tanto el libro como el film surgieron en el período de
entreguerras, cuando la amenaza de un nuevo y más cruel enfrentamiento armado
era cada vez más próxima.
Con
más énfasis que el libro, el film constantemente contrasta el turbulento mundo
exterior, avaro y codicioso, con la atmósfera cordial e idílica de Shangri-La.
Esto se realiza principalmente mediante los parlamentos del lama Chang y
de Sondra, un personaje que no existe en la novela pero que en la película
funciona como interés sentimental de Conway. Esta relación no contemplada por
Hilton representa un atractivo más para una audiencia deseosa de historias de
amor, pero también colabora con el llamado al afecto y el
desapego a lo material que continuamente se estimulan en el film.
Por
ello, la obra de Capra no solo es un ejemplo de la llamada era dorada de
Hollywood, con imponentes decorados y una fastuosa banda sonora, sino que es un
testimonio del temor ante una nueva guerra y la imperiosa necesidad de bregar
por la paz.
Shangri-La
es un refugio donde se protegerá la cultura y la religión de un mundo agónico
para reconstruir una nueva civilización, donde reine la sabiduría y la
fraternidad.
Luego
del horror de la Segunda Guerra Mundial, el mundo pudo resurgir y continuar su
marcha, pero la constante atracción hacia el Tíbet refleja la necesidad de
hallar un paraíso pacífico en donde se cultive el espíritu. Esta utopía de 1937 sigue entonces vigente,
por lo tanto, creo acertado imitar a uno de los personajes de la película y
decir: “Hago un brindis por Robert Conway
para que encuentre su Shangri-La. Por nosotros para que encontremos nuestra
Shangri-La”.
Entre
Buñuel y Usigli. Ensayo de un crimen. Dirección: Luis Buñuel. Basada en
la novela homónima de Rodolfo Usigli. México, 1955. Guión: Luis Buñuel y
Eduardo Ugarte Pagés. Elenco: Ernesto Alonso, Miroslava, Ariadne Welter, Rita Macedo, José
María Linares Rivas, Andrea Palma, Eva Calvo, Enrique
Díaz 'Indiano', Carlos Riquelme, Chabela Durán, Carlos Martínez Baena, Manuel Dondé, Armando Velasco, Leonor Llausás. Por Guillermo Schmidhuber de la Mora:
dramaturgo y académico, Universidad de Guadalajara, México.
Ensayo de un crimen: Las indagaciones de Buñuel en los laberintos de la
sicología profunda estuvieron presentes desde su primer filme, Un chien andalou (Un perro andaluz) incluyó escenas de violencia desmedida para un
público de 1929: un globo ocular tajado a navaja, una mano cortada pululando de
hormigas, un atropellamiento…, que no solamente hicieron estremecer al
espectador de entonces sino también a los de ahora. Estas escenas mostraban la
sicología profunda del Buñuel joven. ¿Por qué estas imágenes y no otras? A esta
primera cinta siguió L'âge d'or (La edad de oro, 1930) sobre la
imposibilidad de una pareja para ser feliz y que dejó patente el pensamiento
crítico del director a la sociedad burguesa y a lo religioso. Posteriormente
dirigió Las Hurdes/Tierra sin pan
(1932), un documental sobre una región empobrecida de España; en esta cinta la
cámara apuntó la fascinación que sentía Buñuel por lo anormal y lo insólito.
Por catorce años no volvió a ver su nombre de director en cinta alguna, aunque
fuera socio de la productora Filmófono
y colaborara como adaptador de una novela de Pío Baroja y de tres de Benito
Pérez Galdós. En la Guerra Civil española
colaboró con el gobierno republicano como Coordinador de Propaganda al Servicio
de la Información en la Embajada española en París y luego supervisó la
realización de una cinta de propaganda España
leal en armas y fue encargado de la programación cinematográfica del
pabellón español de la Exposición Internacional de París (1937). Para huir de
Europa, Buñuel voló con su familia a Estados Unidos; allá escribió para la
Paramount el guión La Duquesa de Alba
y Goya, pero el proyecto no prosperó.
En
1946 Buñuel estableció su residencia en México y dirigió el debut mexicano de
la argentina Libertad Lamarque, Gran
casino. Éste y otros filmes mexicanos llegaron al gran público, pero la
trama y los actores no le permitieron abordar sus verdaderos intereses; siguió
el melodrama El gran calavera (1949).
Fue hasta Los olvidados (1950) en que
Buñuel pudo llevar a cabo un tema relacionado con la tragedia social que era
tan afín a sus intereses personales; en este filme brillaron las actuaciones de
excepción de Stella Inda, Alfonso Mejía y Roberto Cobos. Esta película recibió el Premio a la Mejor Dirección en Cannes. Poco
a poco y película a película, Buñuel fue descubriendo sus intereses cinefílicos
íntimos. Ese mismo año dirige Susana, demonio y carne, con el guión tripartito de Jaime
Salvador, el mismo director y el escritor Rodolfo Usigli. En esta oportunidad,
Usigli hizo conocer a Buñuel su novela Ensayo
de un crimen, publicada en 1944. En 1951 el director aragonés dirige dos
melodramas sobre el adulterio femenino, La
hija del engaño y Una mujer sin amor.
La juvenil Lilia Prado protagoniza Subida
al cielo, siguiendo una idea del poeta español Manuel Altolaguirre, con una
trama sencilla con la que el director logró presentar los pueblos del estado de
Guerrero con aguafuertes críticos. En 1952, dirigió dos filmes: el melodrama El bruto y la coproducción
estadounidense Robinson Crusoe, que
fue el primer filme en color de este director.
Las
siguientes aventuras fílmicas de Buñuel le permitieron acercarse a dos temas
que eran de su mayor interés, la sicología profunda y los estados
sicopatológicos: Él (1952) con una de
las mejores actuaciones de Arturo de Córdova que da vida a un perfeccionista
sicópata, y Abismos de pasión, una
adaptación de la novela Cumbres
borrascosas, de Emily Bronté; con el personaje del torturado y hosco
Alejandro (Heathcliff en la novela) y su eterna enamorada Catalina,
personificados por Jorge Mistral y la brasileña Irasema Dilian; el papel de
Eduardo, el marido de Catalina, fue actuado por Ernesto Alonso, en su primera
colaboración con Buñuel. En este filme el director encontró material idóneo
para presentar lo insólito de las cenagosas profundidades del alma romántica.
Posteriormente La ilusión viaja en
tranvía (1953) y El río y la muerte
(1945) fueron dos filmes de Buñuel dirigidos al gusto del público mexicano. La
madurez del director como cineasta era patente, pero no siempre lograba
proyectos que conjuntaran sus intereses substantivos con el éxito de taquilla.
En 1955 Luis Buñuel decidió filmar Ensayo de un crimen, basado en la novela homónima del mexicano
Rodolfo Usigli (1905-1979); el guión fue escrito por E. Ugarte Pagés y el mismo
director, sin que colaborara el novelista, quien llegó a mostrar insatisfacción
por las alteraciones de la trama, según lo comentó Buñuel posteriormente: “Usigli
no permitía la menor variación de su texto. Cuando vio la película terminada se
quejó en una asamblea del sindicato, pero salí absuelto porque en los créditos
yo había puesto 'Inspirada en...' O sea que no pretendía haber hecho una
transcripción exacta del libro, sino una obra diferente.”
La
historia de la literatura mexicana reconoce a la novela de Usigli como la iniciadora
de la narrativa urbana porque plasmó magistralmente por vez primera los
espacios y los habitantes de las colonias centrales de la capital mexicana. La
trama de la novela presenta a Roberto de la Cruz, un esteta convertido en
aprendiz de criminal que admira el “asesinato gratuito”, es decir, aquél cometido
por amor al arte, sin que haya algún interés o pasión. A pesar de la planeación
refinada, el protagonista no puede llevar a cabo los asesinatos por extrañas
coincidencias matizadas de ironía: un asesino se le adelanta y cuando verdaderamente
logra matar, lo hace con tal desatino, que el detective en turno responsabiliza
a otro del crimen.
Por
el contrario, el guión cinematográfico presenta la crónica de la imaginaria
criminalidad del protagonista, Archivaldo de la Cruz, quien como otros personajes
buñuelescos, imagina convertir sus deseos en realidad. El protagonista compra
una caja musical a un anticuario y la tonada del juguete le hace recordar un
hecho de sangre de su infancia: la coincidencia de un deseo suyo de matar a una
institutriz mientras la caja tocaba esa melodía. En ese instante el deseo
infantil fue realizado porque la institutriz cayó muerta por una bala perdida
en medio de la revolución mexicana. Al recuperar la caja musical, Archivaldo
siente es un sortilegio, ya que cada vez que escucho la melodía y desea una
muerte, su deseo se convierte en realidad y la persona muere.
En la novela, la criminalidad es buscada estéticamente por un
asesino en cierne, cuyos proyectos
fracasan por bagatelas y vulgares contratiempos; mientras que en el filme, el deseo y la imaginación son los culpables, pero nunca
la volición criminal del protagonista, es decir, el usigliano Roberto de
la Cruz comete crímenes mientras ensaya artísticamente; y por otra parte,
Archibaldo de la Cruz tiene únicamente la fantasía de cometer los crímenes y no
pasa de los ensayos mentales. La palabra “ensayar” se refiere a las pruebas que
hacen los actores en una obra teatral; sin embargo, la forma antigua viene del
latín exagium, que significa “hacer
cosas que le salen de adentro”. El primer significado está en el título de la
novela y el segundo, en el del filme.
¿Qué
concepciones del mal muestran el novelista y el cineasta? Para Usigli todo
empeño humano tiene una medida estética, hasta el Mal, porque la maldad puede
ser comprendida desde la perspectiva artística que señala que así como hay
artesanos y artistas, debería haber delincuentes que asesinan por pasión o
mercantilismo, y virtuosos que persiguen el crimen como arte. En cambio, para
Buñuel no existe el mal desde la perspectiva moral, sino el comportamiento
humano que unas veces es convencional y otras inusual e insólito, su cámara
escrutiñadora apunta a esas desviaciones pero nunca las moraliza. Ensayo de un crimen descubrió al
director su interés por lo patológico pero lo matizó buñueleñamente, ya que
fantasía y la imaginación pueden llegar más lejos que la mera volición. Las
escenas finales de la película presentan a Archibaldo tirando la caja de música
al lago de Chapultepec, con la finalidad de desaparecer el motivo de su locura.
La bella Lavinia (Miroslava) se presenta sorpresivamente en el parque y por
primera vez acepta ser pareja del Archivaldo. Este final feliz pudiera
entenderse como un guiño porque, aunque la caja se ha hundido, podría
reaparecer y enloquecer nuevamente al protagonista. La locura es curable pero
nunca inextinguible.
Las
actuaciones del elenco son muy elaboradas, aunque carecen del convencimiento
actoral que haga creíble la trama: Ernesto Alonso en su segunda colaboración
actoral bajo la dirección de Buñuel, logra un personaje de una pieza, sin
fisuras ni misterios, y los demás actores parecen no estar convencidos de sus
respectivos papeles: Miroslava (Stern), Rita Macedo, Ariadne Welter, Rodolfo
Landa y Andrea Palma. Destaca la cuidada fotografía de Agustín Jiménez y la
labor de cámara de Sergio Véjar, así como la creación de prolijos espacios
escenográficos a cargo de Jesús Bracho. Este film fue el último de la hermosa
actriz de origen checo Miroslava, porque el 9 de marzo del mismo año se suicidó.
Una de las escenas más cautivadoras del filme presenta la efigie de Lavinia
(Miroslava) como maniquí de modas con su bellísimo rostro fabricado de cera que
la cámara obliga a mirar mientras arde lánguidamente hasta consumirse en el
horno del ceramista Archivaldo. Semanas después de la filmación y antes de que
la cinta fuera exhibida, el cuerpo de Miroslava irónicamente fue incinerado en
una funeraria. Durante la exposición Luis
Buñuel, el ojo de la libertad para celebrar el centenario de Buñuel en
Madrid (2000), se exhibió una nota manuscrita de Miroslava que envío al
cineasta con la promesa que aceptaba trabajar en el filme sin recibir
remuneración alguna. Es opinión general, que su actuación en Ensayo de una crimen fue su mayor logro
actoral.
Algunos
de los éxitos posteriores de Buñuel poseen concomitancias con Ensayo de un crimen, como si gracias a
este sortilegio creativo, el director pudiera crear y recrear este mundo
enajenante: Nazarín (1958), Viridiana
(1961) y El ángel exterminador (1962), Le Journal d'une Femme de Chambre (1963) y Belle de jour (1966). A pesar de que
esta trayectoria creativa nació en su primer filme, Buñuel logró culminarla con
una década plena a partir de Ensayo de un
crimen. Paralelamente Usigli se convirtió en el dramaturgo más afamado de
México y editó nuevamente su novela singular novela en 1968; ésta vez en Argentina
(Centro Editor de América Latina).
En
conclusión, la novela ostenta metafóricamente el sentimiento de belleza noir de un criminal neófito en medio de
una apabullante urbe moderna; mientras que el filme mostró metonímicamente a un
sedicente criminal acosado por sus recuerdos. En la novela, el lector siente la
atracción estética de la criminalidad y se solaza; mientras que en el filme, el
público observa a un individuo de baja criminalidad con recuerdos y deseos
mórbidos. Todo lector tiene algo de Roberto de la Cruz cuando percibe algún
embeleso por lo criminal; pero nadie del público pudiera identificarse con
Archivaldo de la Cruz solamente porque fantasea con crímenes que no comete ni
pudiera llegar a cometer.
Comentarios
"To kill a mockingbird" es una gran película.
Saludos
David de observandocine.com